¿Dónde está la felicidad?
Siempre me ha parecido graciosísimo cuando los niños pequeños se empeñan en complicarles la vida a sus padres haciéndoles preguntas que no quieren responder, o mejor dicho, esperan que sean respondidas por los demás a medida que crecen. ¿Cómo vienen los bebés al mundo? ¿Mentir me hace mala persona? ¿El cielo dónde queda? ¿Allí está la abuela? ¿De verdad sientes mariposas en el estómago cuando quieres a alguien? Y un sinfín de preguntas que parecieran fáciles de entender pero no de explicar.
Estaba sentada en el bus camino a casa con los audífonos puestos. Sí, soy de esas personas que se colocan los audífonos sólo para que nos crean ocupados y no tener que entablar conversación con cualquiera que se nos cruce. Pero esta vez fui yo quien se interesó en un pequeño niño que se sentó frente a mí agarrado de la mano de su papá. Tenía los ojos verdes aceituna y rulos alborotados.
No paraba de preguntarle cosas a su padre y él, muy paciente, se las respondía todas. Porque así son los padres, buscan suavizar todos los golpes que la vida a veces puede darnos.
El señor notó que tenía la mirada fija sobre ellos y me dijo casi sin poder escucharle la voz: “Es la edad”. Sonreí asintiendo. Quise disimular así que le di play a la primera canción que apareciera en la lista. El niño se quedó en silencio por 15 minutos como mucho, hasta que preguntó:
-¿Eres feliz papá? - Pues claro. - Pero, ¿Dónde está? -¿Qué cosa mi amor? - La felicidad ¿Dónde la encontraste?
Y, como soy mujer, no pude evitar escuchar lo que le diría ese hombre lleno de pelos en el rostro. No fue la pregunta ingenua del niño lo que realmente me despertó la curiosidad, sino la respuesta improvisada del padre: “Todos los días la encuentro”.
Al pequeño le bastó esa respuesta, pero me quedé pensando. ¿Cómo se encuentra algo dos veces? Se supone que si buscabas algo y lo consigues, no hay más nada que hacer ¿No? Justo me tocaba bajar del autobús así que me despedí sutilmente y empecé a caminar hasta el edificio donde vivo.
En ese momento me llegó un mensaje de mi novio diciendo que quería ir a cenar a algún lugar conmigo. La sonrisa se me escapó. Y fue en ese momento que entendí que cada detalle contaba. Que la vida es la suma de pequeñas cosas.
Abrir una lata de Coca-Cola, tomar el primer sorbo y sentir cómo las burbujitas de gas te salpican en los labios. Cuando encuentras dinero en el bolsillo de algún pantalón que tenías tiempo sin usar. Cuando recibes un piropo esos días que no tienes ni una gota de maquillaje. Compartir un helado porque él prefiere la barquilla y tú la vainilla. Navegar en mar abierto con el cabello suelto. Despertarte antes de que suene la alarma y dormir 5 minutitos más. Cuando suena el timbre sin esperar visitas.
Allí está la felicidad, en esa complicidad entre tu perro y tú cuando le das de tu comida. En voltear la almohada para sentir el lado frío. En empezar un libro nuevo, caminar descalza por la arena caliente o comerte un pedazo de pan recién horneado.
¿Dónde más buscabas?