Cuando toca, toca.
Un día despiertas, miras al espejo y te respondes a ti misma: Qué ganas tengo de comerte, mundo. Otro día, a la vida le da por jugar a la ruleta rusa y te señala con el dedo. Sí, a ti deciden darte “la papa caliente”. El doctor, ya arañado por la experiencia, te dice que ya no hay nada más que hacer. Así no más, sin lástima, sin sonrisa de consuelo, sin palmaditas en la espalda.
Sales con una bomba entre tus manos. Le puedes ver el tiempo. Te da por maldecir. Te arrepientes. Lloras. Te calmas. Te convences a ti misma que es cuestión de mala suerte. No importa qué edad tengas, qué comas o dónde vivas, las malas noticias son así, como ese novio psicópata que nunca te superó y no importa qué hagas, puede sorprenderte en cualquier momento.
El cáncer, como la depresión, no se puede disimular. Te quita todo sin preguntar: el cabello, el hambre y si no has pagado tus deudas de vidas pasadas, se junta con el karma. Eres el cigarrillo entre sus manos consumiéndote a mil kilómetros por hora.
Todos a tu alrededor dejan de usar la palabra que empieza por C. Por discreción o por lástima, pero te da igual, lo agradeces. Que no, que no es tan grave como lo pintan, dicen. Tú por dentro quisieras entender qué cosa pudiese ser peor.
La felicidad empieza a llegar en frascos pequeños: en un pedazo de torta de zanahoria, en el olor de la lluvia, en un beso. Aún no sabes bien cuándo comenzaron a cambiar tus planes y es entonces cuando entiendes que llegar antes también es ser impuntual.
Ya no buscas, sólo esperas. Una forma de ganarle al destino.
Total, qué importa si te agarra desprevenida, ya él está aquí.